La revista Forbes consagró al umami entre las tendencias gastronómicas del año. ¿Un condimento oriental? ¿Un plato típico de la cocina nikkei? ¿La última fruta exótica de moda? Nada de eso. Umami quiere decir “sabroso” (o, más precisamente, “sabrositud”) en la lengua de los samuráis, y se trata ni más ni menos que de eso: un sabor. Pero no uno cualquiera, sino —lo avala la ciencia— uno de los cinco fundamentales que percibe el paladar humano, junto con los archiconocidos dulce, salado, ácido y amargo.
Sólo que el umami, sensación apetitosa provocada por la acción del ácido glutámico sobre ciertos receptores de las papilas gustativas, no es tan fácil de identificar como aquellos. Y está rodeado desde hace décadas por un halo de sospechas y desconfianza, culpa de un aditivo industrial con mala prensa: el glutamato monosódico (GMS), una sal “mágica” y polémica basada en el mismo aminoácido detrás del umami y usada como potenciador del sabor por chefs, restaurantes y, claro, corporaciones alimenticias.
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